Pero quedémonos con el binomio clave que conduce a la industria 4.0: digitalización y sostenibilidad, o en palabras de Lourdes de la Sota, directora de Estrategia Corporativa y Relaciones Institucionales de SEAT, la digitalización como un habilitador para la sostenibilidad y la sostenibilidad, el centro de la digitalización. Según su opinión, aquellas empresas que promuevan este cambio de paradigma tendrán un efecto muy positivo en sus resultados individuales, pero también en la sociedad.
La actual revolución industrial no sólo es un cambio de modelo productivo de bienes y servicios y de gestión del conocimiento de las empresas. Para Telefónica, la transformación digital debe ofrecer soluciones bajo el paraguas de la sostenibilidad, es decir, debe garantizar un equilibrio entre lo que supone dar este paso hacia la conectividad y el crecimiento económico, con el cuidado del medio ambiente y el bienestar social, protegiendo los recursos naturales del futuro y procurando que nadie se quede atrás.
Así, la migración a la nube de programas y aplicaciones puede reducir hasta un 65 por ciento de energía, y alcanzar hasta el 84 por ciento de emisiones menos de carbono en la implantación de sistemas informáticos, como el informe Smarter 2030 elaborado por Accenture y GeSI; pero también puede mejorar la calidad de vida de las personas al proporcionar acceso a servicios y recursos que antes no estaban disponibles. Un ejemplo de ello es la telemedicina, que posibilita a los pacientes recibir asistencia médica sin tener que desplazarse hasta una consulta o un centro hospitalario o la asistencia quirúrgica por un especialista a alguien que se encuentra en los antípodas.
Desde luego, una revolución de estas proporciones exige un debate público que asiente los pilares de un futuro digital que permita garantizar niveles de igualdad y bienestar para todos. Pero la pandemia por coronavirus no nos dio tregua. Se lanzó a dentelladas contra todo, paró el mundo y nos hizo aprender sobre la marcha que para sobrevivir había que emplear la tecnología que hacía posible seguir produciendo, consumiendo, trabajando y viviendo. Bien lo sabemos los que en aquellos aciagos días vimos como personas vulnerables quedaban aisladas de sus afectos, sus rutinas y sus refrentes. Sólo las herramientas digitales nos permitieron poder seguir luchando juntos para salir adelante.
Hoy esa reflexión y debate siguen pendientes, pero nos supera la actividad del día a día. A las organizaciones sociales que trabajamos con personas con discapacidad intelectual no nos cabe duda de que la digitalización industrial puede contribuir a mejorar sus vidas de distintas maneras. Una de ellas, y la más importante, es la estimulación del teletrabajo y, como también subraya la Fundación ONCE y la Red Mundial de Empresas y Discapacidad de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), ofreciendo nuevas oportunidades laborales y nuevos empleos. Sin olvidar, por supuesto, la irrupción de tecnologías inclusivas y productos de apoyo tecnológicos que son facilitadores de autonomía personal, rutinas y tareas, así como acceso a recursos.
Pero en esta cuarta revolución industrial se está produciendo un fenómeno extraordinario: las creencias sobre digitalización de la industria opacan la realidad. Una encuesta sobre autoevaluación de implantación de estos procesos tecnológicos, realizada por el instituto de mercado YouGov para TEamviewer el pasado año, y para el que se encuestó a 4.500 responsables de la toma de decisiones de sus respectivas empresas, daba a España un puesto en el podio de la digitalización en la industria en Europa junto a Italia y Polonia, de una larga lista que situaba a Reino Unido y Dinamarca a la cola. ¿Ilusión o realismo? Los expertos coinciden en que es complicado desligar la necesidad de digitalización del tejido industrial español con la intención de hacerlo.
La Industria 4.0 es en la última década una representación del futuro de éxito y una tendencia sin marcha atrás. Sus beneficios son aceptados y corroborados por resultados, se trabaja en el combate de sus vulnerabilidades, y los efectos sobre el ahorro energético, el impacto ambiental y social, indudables. Sin embargo, se cierne sobre todo ello la amenaza de que este costoso avance en tempo y dinero esté más en la cabeza de los decisores que en sus planes de acción.