TRIBUNA

Tecnología, datos y sostenibilidad ganan peso en la valoración industrial

Redacción

Pedro Álvarez
director de Valoraciones Industriales en Gesvalt

Valorar una planta industrial, durante mucho tiempo, se apoyó sobre pilares muy sólidos: inventariar activos, analizar el estado y antigüedad de la maquinaria y estimar la capacidad productiva. Ese enfoque, que sigue siendo imprescindible y aporta una base técnica objetiva, hoy necesita complementarse para capturar todo lo que determina el valor real de una instalación. La incorporación de nuevas tecnologías, la capacidad de generar y gestionar datos y la creciente exigencia en sostenibilidad han ampliado el marco con el que interpretamos la industria.

Todo esto implica que ya no basta con saber qué produce una empresa para poder valorarla, ya que es imprescindible comprender también cómo produce sus bienes y cuál es el impacto de ese proceso. Ante esta circunstancia, la tecnología se ha convertido en uno de los ejes centrales de las nuevas metodologías de valoración. Sensores, automatización, inteligencia artificial, drones o gemelos digitales han ampliado lo que se considera un activo industrial. Una planta capaz de monitorizar sus equipos, anticipar fallos o ajustar en tiempo real su consumo energético no solo es más eficiente, también es más valiosa. Esto se debe a que los costes operativos disminuyen, la trazabilidad mejora y la fiabilidad aumenta, factores que hacen que la planta sea más atractiva para inversores y más solvente ante cualquier entidad financiera. De hecho, una empresa con procesos automatizados parte con ventaja en procesos empresariales como obtener financiación o negociar mejores condiciones con aseguradoras.

Sin embargo, esta modernización tiene una consecuencia evidente: cuanto más automatizada es una planta, más rápida debe ser su actualización. El ritmo del avance tecnológico obliga a invertir cada vez con mayor frecuencia para no perder competitividad.

A la necesaria transformación tecnológica se suma la sostenibilidad, que ha pasado de ser un compromiso reputacional para convertirse en un criterio económico. El coste energético, al igual que la capacidad de reducirlo, pesa hoy en la valoración tanto como la capacidad de producción. Una planta que consume menos, electrifica parte de su maquinaria, genera su propia energía o reduce emisiones no solo es más sustentable, sino también más rentable. Además, en los regímenes de comercio de emisiones (como el EU ETS), reducir CO₂ puede traducirse en menor necesidad de adquirir derechos y, en ciertos casos, en ingresos por la venta de excedentes. Cada kilovatio ahorrado y cada proceso optimizado se traducen en valor tangible. La planta que produce lo mismo consumiendo menos vale más, algo que el mercado ha empezado a reconocer con claridad. Además, esta exigencia energética está empujando a muchas industrias a replantear por completo su forma de operar, integrando energías renovables, sistemas de almacenamiento o estrategias de recuperación energética que hasta hace unos años ni siquiera se consideraban.

El tercer elemento que redefine el valor industrial es el dato. Esto se debe a que la industria ha dejado de ser únicamente un espacio físico para convertirse en un entorno híbrido donde conviven maquinaria y software, producción y análisis. Los datos generados por la planta, su nivel de estructuración, la existencia de un gemelo digital o la calidad de su trazabilidad se han convertido en activos por sí mismos. Comprender dónde están los cuellos de botella, anticipar problemas u optimizar inversiones depende cada vez más de la información disponible. Y esa información, cuando es fiable, se convierte en un intangible con valor propio, capaz de complementar, e incluso potenciar, el valor del equipo físico. De hecho, la diferencia entre una planta capaz de aprender de sí misma y otra que solo produce sin registrar nada puede ser abismal en términos de adaptación futura.

Tras todas estas consideraciones, no debemos olvidarnos del fin último de la industria: el producto. Porque la razón de ser de cualquier planta sigue siendo la fabricación de bienes que aportan valor a la sociedad y a la economía. Sin embargo, hoy el valor de esos productos está cada vez más ligado a la manera en que se obtienen: un proceso eficiente, flexible, sostenible y apoyado en datos es el verdadero diferenciador competitivo. Y la industria moderna ya no se limita a entregar resultados, sino que incorpora en cada artículo fabricado la innovación y la inteligencia de todos sus procesos.

Por eso, el valor de una industria también se mide por el potencial que encierra para producir de forma más eficiente, responsable y adaptada a los desafíos del futuro. Esa capacidad de reinventarse y evolucionar es, en última instancia, la clave para permanecer en un mundo industrial que no deja de transformarse.

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