Con esta toma de postura sin fisuras, el mayor órgano de representación de la discapacidad en España, se adelanta a lo que ya está ocurriendo en otros países como Estados Unidos, Canadá o Australia, por citar sólo algunos, donde se están dando casos de personas que no teniendo “deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás”, según definición de la persona con discapacidad en la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, declaran sentirse o autopercibirse con esas limitaciones y, por tanto, con discapacidad. No sólo se reafirman en una falacia, sino que pretenden que este aspecto de construcción intrínsecamente individual tenga efectos políticos, jurídicos y económicos en las comunidades a las que pertenecen.
Estar ciego, sordo, tener síndrome de Down, una tetraplejia o esquizofrenia, por poner sólo unos ejemplos, son deficiencias objetivas y objetivables, que no han sido elegidas o configuradas por propia decisión ni en función de la voluntad del individuo, sus deseos, sensaciones, preferencias, sentimientos o sus propias percepciones. Cuando Jewel Shuping, ciudadana estadounidense de 30 años, se arrojó líquido desatascador a los ojos para perder totalmente la visión después de confesar que había vivido toda su vida sintiéndose ciega a pesar de ver perfectamente, cumplió su sueño de ser ciega. Sin embargo, la noruega Jørund Viktoria Alme, mujer transexual de 53 años, ha declarado identificarse como persona con discapacidad y usa una silla de ruedas, aunque no tiene ningún problema de movilidad. Son solo dos casos famosos e ilustrativos de una “moda” impactante.
Para los especialistas en Medicina se trata, en medio de la tormenta trans (transespecismo, transracialismo, transexualidad…), de un trastorno de identidad de integridad corporal, acuñado en 2004 por Michael B. Primero, profesor de psiquiatría clínica de la Universidad de Columbia, que reconduce la tendencia a lo que es: un problema de salud mental, en el mejor de los casos, cuando no a un fraude.
A la vista de lo que ya debe afrontarse en otras latitudes, el CERMI Estatal en España ha decidido adelantarse ante unas tendencias que puedan representar una amenaza para las personas con discapacidad y sus familias, y está analizando todas las implicaciones que puede tener este fenómeno para determinar el eventual daño que algo así puede representar a la protección y defensa de los derechos de las personas con discapacidad, acumulando un arsenal de argumentos para combatirlo e impedir que prospere si llega con fuerza suficiente a nuestro país.
Sin duda, uno de los ámbitos en que puede impactar esta locura es el de la contratación de personas con discapacidad. Nuestra Ley General de Discapacidad (LGD) es una norma que tiene como objetivo garantizar los derechos, la igualdad de oportunidades, la no discriminación y la accesibilidad universal de las personas con discapacidad. Para ello, entre otras medidas, establece que las empresas con 50 o más trabajadores deben reservar al menos el 2% de sus puestos de trabajo para personas con discapacidad. Si en España la reciente “Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI” ampara que sentirse de otro género, y sin que medie ninguna otra transformación física objetiva u objetivable, ya es razón suficiente para hacer factible un cambio de género -sólo hace falta una declaración del individuo en este sentido-, ¿por qué no podría llegar a ser legal que a una persona se la considerara con discapacidad por el mero hecho de declarar esa autopercepción y acogerse a los derechos que protegen a los que realmente son más vulnerables, también en el ámbito laboral, por sus deficiencias sensoriales, físicas o intelectuales?
Ante este panorama, hay voces que alertan de que, por un lado, este fenómeno puede generar confusión y desconfianza en los empleadores, al dudar de la veracidad y la legitimidad de las personas que se identifican como “con discapacidad” sin tener una condición objetiva que lo justifique. Por otro lado, puede suponer una competencia desleal y una usurpación de derechos para las personas con discapacidad que realmente necesitan y merecen acceder a un empleo digno y adaptado a sus capacidades. En ambos casos, nos encontraríamos ante un retroceso en una lucha histórica, generando más desigualdad y promoviendo de nuevo estereotipos letales para los que deben vivir cada día demostrando, como reza el lema de Envera, que “todos podemos ser los mejores en algo” sabiéndose continuamente bajo el foco de la exigencia.
No cabe duda de que el fenómeno de la transdiscapacidad o transcapacidad, como también se denomina esta tendencia, banaliza y trivializa la discapacidad, promueve prácticas fraudulentas, y representa un ataque frontal a las conquistas de millones de personas en el mundo que sufren realmente y de manera objetiva desventajas sociales y laborales que requieren de medidas de protección y apoyo para garantizar la igualdad de oportunidades y la justicia social. Aceptar lo inaceptable sería un despropósito de proporciones que ya se valoran.